A lo largo de mi infancia y adolescencia, recibí diferentes señales cada vez más claras, que de una u otra manera me inspiraron para soñar y actuar. Recuerdo perfectamente que en la navidad de 1973 la señal fue tan fuerte que me iluminó para encontrar mi verdadera misión en este mundo. Aún recuerdo a aquella niña de la calle que recogió, llena de ilusión, la caja de una muñeca que había caído de un carro. Yo transitaba por esa vía, y la niña, por mirarme, se distrajo y no advirtió que justo en ese momento venía un camión a gran velocidad que la atropelló arrebatándole su vida y sus sueños. Ella murió sin saber que en el interior de aquella caja no estaba la muñeca que tanto anhelaba. Desde ese momento empecé a recorrer las calles para llevar a aquellos niños y niñas un pedazo de pan, tratar de calmar su dolor, ayudarles a sanar las heridas del alma y darles una luz de esperanza para salir de la oscuridad en que viven.
Unos años más tarde, camino al trabajo, la vía por la que transitaba se hallaba bloqueada por un gran tumulto de gente. Me bajé del auto y nuevamente encontré en el piso a otra niña al parecer atropellada por un auto revolcándose de dolor y con la cara totalmente ensangrentada.
De inmediato recordé a la niña que perdió la vida en la navidad del 73 y reconocí que se trataba de otra señal que Dios me enviaba. Rápidamente la alcé del piso y la llevé al hospital más cercano. Poco después, el médico salió acompañado por ella y me explicó que no había sido atropellada por un auto, sino que había sufrido un ataque de epilepsia. Sorprendido y feliz de que la niña se encontrara bien, la abracé y le pregunté dónde vivía, para llevarla con sus padres. Tímidamente me contestó que no tenía padres y vivía en la alcantarilla debajo del puente donde yo la había recogido. Nunca antes en mi vida había oído acerca de niños que vivieran debajo de la ciudad.
Inmediatamente salimos hacia allá. Lleno de curiosidad y asombro, entré con ella en un agua helada, espesa y maloliente. A medida que entramos, el aire se hizo más denso y un calor extraño unido a un olor fétido se sentía en el ambiente. Las ratas y las cucarachas deambulaban de un lado a otro, pero la niña caminaba resuelta tratando de iluminar el camino con la luz tenue y titilante de una vela. Metros más adelante me señaló unas tablas atravesadas por encima del nivel del agua negra y de las cuales colgaban trapos viejos, costales y periódicos húmedos y con un olor pestilente. Me presentó a sus compañeros de parche y yo no podía creer lo que mis ojos veían. Me sentía en un verdadero infierno.
En ese instante en medio de ese lugar en que la noche era eterna y la desesperanza y el miedo reinaban, mi cuerpo se congeló, mi corazón se arrugó, mi mente se nubló… Pero mi espíritu se iluminó: rebosante de fe, pasión y amor visualicé mi gran sueño de rescatar del desamor, uno a uno, a todos los hijos de la oscuridad en mi amada Colombia. Así empecé a contar mi sueño a todas las personas que me encontraba. Unas me ayudaron, otras se burlaron de mí, otras me criticaron y otras dijeron que simplemente estaba loco de remate.
Cuando esto sucedió, tuve dos opciones. Una de ellas fue escuchar a los asesinos de sueños, que me criticaban y cuestionaban tratándome de iluso; que me dicen que pusiera límites a mis sueños, que mi propósito era un imposible. Pero la otra opción fue escuchar mi voz interior y mi corazón para poder amar sin límites lo que me proponía; actuando con pasión, perseverancia y coraje, a pesar de que la mayoría estuviese en desacuerdo o en franca oposición con mi sueño.
Después de todos estos años, si yo no hubiera escuchado la voz de mi corazón sino la de los otros, miles de niños y niñas a quienes se les ha dado la oportunidad de cambiar y que aprendieron a soñar en la Fundación Niños de los Andes, aún estarían viviendo en la oscuridad.