Uno de los placeres más grandes en la vida es dar, pero nos enseñan lo contrario: A guardar y atesorar. Así andamos por el mundo llenos de ambición por poseer y sin ningún afán de dar. Siempre pensamos que debemos ahorrar para el futuro, que la situación está muy difícil y que mañana será otro día. Si por algún motivo damos, siempre es con la expectativa de que el tiempo pase rápidamente para ver compensado lo que suponemos un gran esfuerzo.
En cierta ocasión un hombre cuya vida siempre giró alrededor de poseer riquezas y solamente pensaba en trabajar, ahorrar y atesorar, vendió toda su fortuna para viajar a unas tierras lejanas donde su dinero se multiplicaría de una forma impresionante. Llegó al lugar donde se encontraba la tierra de sus sueños y al preguntarle su precio al dueño, éste amablemente sonrió y le contestó: “con el dinero que traes en tu equipaje puedes comprar toda la extensión que puedas cubrir con tus ojos”. El hombre ambicioso no podía disimular la emoción de poder ser el dueño de tanta extensión de tierra. Al ver su felicidad, el dueño le dijo: “sólo hay una pequeña condición en este negocio y es que debes llevar esta bandera roja saliendo mañana con los primeros rayos del sol y toda la extensión que recorras será tuya hasta donde claves la bandera, pero la condición será que tendrás que regresar hasta el punto de partida antes de la puesta del sol. Si no logras llegar a tiempo, perderás todo tu dinero”.
Al otro día se levantó muy temprano y partió a toda velocidad con el primer rayo de sol. Corrió y corrió, y hacia el medio día, estaba tan lejos del punto de partida que decidió regresar. Cuando le faltaban unos cuantos kilómetros y el sol ya se estaba poniendo, corrió desesperadamente sacando todas sus fuerzas para tratar de llegar a tiempo. Al oír las voces de aliento diciéndole: “¡Vamos, tú puedes, lo vas a lograr!”, y estando ya a escasos metros de la meta, se sintió desfallecer de cansancio. Su corazón se encontraba en exceso agitado, pero hizo un último gran esfuerzo, corrió hasta llegar a donde todos lo esperaban ansiosos, y en aquel instante suspiró profundamente lleno de satisfacción y cayó al piso muerto de un infarto. Los que estaban allí, en profundo silencio abrieron un hueco en aquella tierra, que ahora le pertenecía, y lo enterraron. Lo que ese hombre nunca entendió, por su gran apego y ambición, fue que el único pedazo de tierra que necesitaba para estar en paz era de dos metros de largo por un metro de ancho.
Recuerda que por más poder y riqueza que ostentes, al morir no te puedes llevar para la tumba absolutamente nada. Contigo muere también todo lo que hayas poseído estando vivo; pero cuando has servido a los demás y mueres, tendrás un tesoro, pues al morir lo único que tienes es lo que le has dado, servido o enseñado a otros.
Para el mundo entero nosotras y nosotros somos desconocidos, pero para aquella persona a la que le das tu mano, le das tu amor, eres todo su mundo, todo su universo.
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